Ahora mismo, los evangélicos conservadores están en un punto muerto en cuanto al tema del denuedo. 

Hace algunos meses, observé que en la actualidad existe un mayor estigma vinculado a hablar la verdad en un tono que parece ligeramente desconcertante o seco, que en hablar falsedades peligrosas con dulzura, amabilidad y respeto. Una cantidad de polémicas en estos últimos meses han confirmado esta hipótesis. 

A modo de prolegómenos, reconozcamos que hablar la verdad en amor (Efesios 4:15) requiere de atención tanto al contenido como al tono. Y aquí, debemos confesar, claramente, que hay hoyos en ambos lados. El modelo del ministerio de discernimiento de los pendencieros por Jesús resulta destructivo para el amor cristiano, pero es igualmente pernicioso el error contrario del encubrimiento de los amorosos que señalan las virtudes del tipo de Jesús condenado en la parábola del fariseo y el publicano (“Señor, te doy gracias porque no soy como los bautistas reformados enojados en Twitter. Ayuno las redes sociales dos veces a la semana, y sólo publico fotos de atardeceres”). 

Entre esos dos extremos se encuentra el hablar edificante, sazonado con sal (Colosenses 4:6) modelado por los apóstoles—“íntegros” (Tito 2:8) y no rencillosos” (2 Timoteo 2:24), pero que estén dispuestos a decir las cosas que son difíciles, y a veces con un estilo retórico (cf. Gálatas 5:12). Hay un tiempo para ser valientes y un tiempo para ser moderados, y la sabiduría consiste en discernir cuáles son las ocasiones oportunas para uno o lo otro. Dios usa tanto a un conciliador Esdras y a un celoso Nehemías. La pregunta, entonces, es en qué respecto y hasta qué grado el tono de un comunicador cristiano afecta el contenido, y viceversa. 

Hombres más sabios que yo ya han vertido mucho en ensalzar las gracias de la mansedumbre pastoral, y deberíamos prestar atención a sus advertencias, apagar nuestros teléfonos de vez en cuando y maravillarnos con algunos de esos atardeceres. A la vez, afirmaría que el tiempo de ser indebidamente moderados no es en tiempos de guerra, cuando la sociedad occidental se está yendo de cabeza al precipicio cultural arrastrando a multitudes de evangélicos bien intencionados. En tales casos, las Escrituras y no las emociones determinan lo que es hablar con amor: “Fieles son las heridas del amigo, pero engañosos los besos del enemigo” (Proverbios 27:6). 

El problema es que la mansedumbre, como fruto del Espíritu, a menudo es confundida por su placebo, la amabilidad. Las palabras con gracia son como un panal de miel . . ., dulces al alma y salud para los huesos” (Proverbios 16:24), pero la amabilidad, como la mayoría de los edulcorantes artificiales, nos deja un sabor ácido en la boca. Las scaras de amabilidad tienen amor, pero temen más al hombre que a Dios. Como resultado, la amabilidad, de manera casi invariable, le asigna un mayor peso al tono que a la verdad, y toma las armas verbales únicamente cuando algo grandecomo la expiación sustitutiva o la Trinidad queda en evidencia punto en que ya es demasiado tarde. 

Escribir y predicar piadosamente, bien sazonado con gracia, alcanzarán tanto el sabor como la dulzura. Por lo tanto, a fin de apreciar lo que las Escrituras dicen lo que es hablar verdaderamente con dulzura, debemos desarrollar también un gusto por la sal. 

El ingrediente que falta

El denuedo es un tema clave en el Nuevo Testamento. En el libro de los Hechos, el sinónimo de la frase hablar con denuedose usa por lo menos nueve veces, y el concepto general es aún más prevaleciente. El denuedo es una marca de la habilitación del Espíritu (Hechos 2:14-41) y es otorgado como respuesta a la oración en medio de la persecución (Hechos 3:41). Pablo ora para crecer en denuedo (Efesios 6:20, Colosenses 4:4). Y en cada instancia, el denuedo no es un atributo general del carácter, sino una gracia específica para proclamar la Palabra (cf. Hechos 28:31).  

¿De dónde proviene el sabor a sal? Aunque vemos una explosión sobrenatural de predicación valiente después de Pentecostés, nuestra teología más amplia del denuedo comienza en el Antiguo Testamento, y está cimentada en el perdón. 

El Salmo 51, más conocido como la oración penitencial de David después de haber cometido adulterio con Betsabé, es también una canción evangelística. Esto es así porque después de que David suplica ser limpiado (vv. 7-12), él se anticipa: “Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti” (v. 13, énfasis mío). 

David reconoció que uno debe recibir la gracia gratuita para extenderla a otros. El evangelismo presupone el evangelio. El mismo evangelio que declaramos nos declara justos. La Fuente de valentía del creyente es el veredicto de “no condenaciónsobre su vida, pues si Dios no nos condena, no importa si lo hacen los hombres (Romanos 8:1, 33-34). El perdón es la mina de sal del denuedo bíblico. 

Alguien podría objetar: ¿Pero no es el denuedo del Nuevo Testamento una manifestación particular del Espíritu Santo para aquel período de tiempo una cierta unción para predicar que no siempre está relacionada directamente con la experiencia subjetiva del perdón? Y ya que fue para ese período, ¿qué nos da el derecho de ser igual de cortantes hoy? Ten en cuenta cómo el apóstol Pedro fue envalentonado después de Pentecostés, no solo porque el Espíritu lo llenó de un discurso ardiente, sino porque ese mismo Espíritu le aplicó la redención, que se cumplió por medio de su restauración (ver Juan 20:15-19). De manera similar, Pablo destaca que, aunque era “insuficientepara predicar el evangelio (2 Corintios 2:16), el Espíritu lo hacía suficiente (3:5-6), al marcarlo como miembro de un nuevo y mejor pacto en el cual los pecados son perdonados. Incluso para los apóstoles, la propiciación precede a la proclamación. Este modelo es normativo para todo aquel que ministra la Palabra. 

Para demostrar aún más la relación entre el perdón y el denuedo, considera dos áreas de superposición temática: la confesión y la gratitud. 

El hábito de confesar

Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Cuando nos encontramos con el evangelio por primera vez y éste nos requiere que nos arrepintamos, sucede algo importante: Dios nos introduce en el hábito de confesarnos. No solo confesamos los pecados, sino que también confesamos la fe. Si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9). 

Ten en cuenta cómo, en otro Salmo, la agitación interna de David por un pecado que no había tratado, paralelo al ardor que sentía Jeremías en su pecho con la palabra profética: 

Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque día y noche tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano. (Salmo 32:3-4) 

Pero si digo: No le recordaré ni hablaré más en su nombre, esto se convierte dentro de mí como fuego ardiente encerrado en mis huesos; hago esfuerzos por contenerlo, y no puedo. Porque he oído las murmuraciones de muchos:
¡Terror por todas partes! ¡Denunciadle, denunciémosle! Todos mis amigos de confianza, esperando mi caída, dicen: Tal vez será persuadido, prevaleceremos contra él y tomaremos de él nuestra venganza. (Jeremías 20:9-10) 

Así como el evangelio requiere de confesión de pecados, se debe confesar el evangelio en sí. La fe salvadora habla (cf. 2 Corintios 4:13). 

La correlación entre confesar la culpa y confesar a Cristo es más que una coincidencia de psicología humana. Ya que el temor del juicio y el temor del hombre encuentran su causa fundamental en el hecho de que somos pecadores y el remedio para ambos es la misericordia comprada a precio de sangre. 

Esto significa que la gracia desarma los mismos pecados que nos descalifican ante alguien que nos escucha, los mismos errores de cálculo en el tono que revelan nuestra inmadurez persistente, y las autoridades espirituales que nos harían callar. La misma gracia que arroja nuestro pecado a las profundidades (Miqueas 7:19) apaga nuestra vergüenza en todas sus formas y tamaños. Y en lugar de la vergüenza, germina la gratitud. 

Gratitud expresada

La otra relación entre el perdón y el denuedo es la sola virtud de la gratitud. David, hablando de Jesús, canta sobre el poder de salvación de Yahweh y, después de relatar su propio rescate: “He proclamado buenas nuevas de justicia en la gran congregación; he aquí, no refrenaré mis labios, oh Señor, tú lo sabes. (Salmos 40:9).  

David proclamó públicamente las obras de liberación del Señor, no por mera obligación, sino por el desbordamiento de su experiencia. A su vez, estas letras mesiánicas revelan a Jesús mismo como el gran evangelista, vindicado públicamente en la resurrección. La gratitud por el rescate provoca que anuncies las buenas nuevas. 

De regreso a las minas de sal

Tal vez la razón por la que muchos de nosotros estamos tan confundidos acerca de cuándo debemos ser valientes y cuándo ser moderados es que no hemos sondeado lo suficiente las profundidades de nuestra libertad en Cristo. 

Cuando eres lavado de tus pecados, eres libre para rebosar de buenas noticias. Cuando estás muerto a todos los señores terrenales, puedes andar con una conciencia limpia delante de tu verdadero Señor. Cuando tu reputación y tus relaciones están clavadas en la cruz, puedes hablar fuerte y claro con las palabras de la Biblia que están llenas de gracia y de sal del Dios Todopoderoso. Puesto que Jesús murió y resucitó por los pecadores, estamos muertos al mundo y se nos dio vida para ser mensajeros sin temor. 

El tono sí importa. Pero si nos ruborizamos ante una sola jota o tilde de la revelación, es porque hemos olvidado la libertad del perdón. Si estás en Cristo, ya no hay condenación. Volvamos y acudamos al evangelio de la gracia para extraer la sal que necesitamos.